Joaquín Ibar
Joaquín Ibar S. (Santiago de Chile, 1983) es Magister en Artes (Música y Tecnología) de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Diplomado en Lutería electrónica (PUC), Licenciado en Educación Musical y Profesor de Música (Universidad Metropolitana de Ciencia de la Educación), Técnico en Programación de Aplicaciones Computacionales y Bachiller en Música.
Se desempeña como docente en la escuela de Sonido y Música del I.P. ARCOS, en las carreras de Composición Musical, Producción Musical, Ingeniería en Sonido y Técnico en Sonido e imparte las asignaturas "Composición Digital y Electroacústica ", "Taller de Edición Digital de Partituras", "Piano Funcional", "Teoría Musical", "Práctica Instrumental", entre otras.
Ha sido tecladista de la banda Trikawe, Grupo Kal, Persécula, entre otras. Ha compuesto cinco bandas sonoras para teatro y ha participado como compositor y/o intérprete en otras cinco producciones musicales registradas en CD.
Fabián Avila Elizalde
La música protege de los sonidos.
Pascal Quignard
P po pop popo popó pum pum pum pol pol poli popo polí polit pollite polití políti póliti li li li li li pppp polític politic tic tic pum po cccc politíca tí-si-ca ca ca cacá caca acá ppppplllllltttttttccccccc pppllltttccc oíia pltc
Guadalupe Galván dice:
Escucho las cicatrices.
Lo que dicen ya no son secretos.
Tengo ramas calvas colgando del cuerpo.
Alguien adentro canturrea una canción vieja.
Miro cada centímetro del cielo.
Las nubes coronan las montañas.
Traigo niebla dentro,
sed para todos.
Despinto los muros.
Mudarse es una melodía
una canción en idioma ajeno. [...]
Esto es la muerte
dolor, asombro, silencio, desaparición, añoranza, duda, desgano,
frío, sol quemante, polvo, silla vacía, cansancio, espacio, infinitas
historias, patio, seguir sin parar de los días. (2012: 22, 66)
Vayamos a los campos auditivos de la protesta, de la desaparición y de la muerte.
Schumacher se constituye como una suerte de ventrílocuo. Después de abrir su obra con gritos y festejos, pasa al empleo de fonografías de protestas. La chatez es su centro. Me parece que en Chile dicho concepto significa hartazgo, mientras que en México remite a lo aplastado. Al conectar el significado de estas palabras surge la idea de un hartazgo que aplasta, o de un aplastamiento que harta. ¿Es posible para las palabras aplastarse unas a otras? ¿Es posible para la palabra liberarnos del hartazgo, de provocar un cambio social?
El Estado, la homofobia, el patriarcado, el capitalismo, la electroacústica, el gobierno, la corrupción, quienes comen carne y otras cuestiones, son lo que tienen chata a la sociedad chilena. Como un lápiz al que sacamos punta afilada una vez que lo rozamos por diversas superficies, con tal de transformar sus líneas chatas en unas más finas, la sociedad chilena —o mejor dicho un sector de ella— sale a las calles para afilar sus deseos chatos mediante el reclamo vocal. Sus voces afilan los deseos que se pretende lleguen a punzar las orejas del Estado sordo.
Sin embargo, me pregunto por qué tanto énfasis en la palabra como símbolo de la participación política. La palabra prístina, de inteligibilidad absoluta, va por toda la obra para mandarnos el mensaje de todo aquello que incomoda. Es una encuesta. ¿En qué se distingue ésta de las que suelen hacer los mecanismos del capital, del gobierno, para legitimar su poderío? El autoritarismo y el gobierno corrupto aman la claridad sonora en sus palabras. Ante sus discursos sólo podemos someternos a escuchar hasta que éstas, con toda claridad, se impregnen en los oídos de quienes se asuman como sus seguidores/as. ¿Por qué usar el mismo medio de legitimación del gobierno para atacarlo? ¿No podría proponerse, más bien, su desarticulación, su quiebre, su ruptura en añicos que develen intersticios de esperanza? Chato, en México, refiere también a lo que posee estatura baja. Siguiendo esa idea, si la gente está chata: ¿es acaso la palabra una sonoridad que les ayuda a imaginarse de mayor altura?
Ahora bien, Alejandra Pizarnik dice:
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré? (1972/2002: 398-399)
Si las palabras hacen la ausencia, ¿qué ausencias hace la obra de Schumacher? La palabra no da consuelo, no satisface la pulsión de hartazgo. Desde su sordera, el gobierno produce un estruendo de violencias. Los gritos de quienes cargan los dolores del abuso gubernamental son callados a palos, con balas, desaparecen.
Me pregunto: ¿qué otra sonoridad además de la palabra nos daría cuenta de la chatez? ¿Qué sonidos tendrían el poder de producir un alarido de dolor al gobierno? ¿Podremos hallar las protestas que hagan al Estado violento sucumbir en desesperación, en terror, o en llanto? ¿Cómo sería una danza de la protesta llena de gritos dolorosos, saturada de cosas rompiéndose para producir un enorme estruendo lleno de desesperación? ¿La palabra ha perdido su poder como transformadora de la realidad? ¿Cuáles serían los movimientos corporales de una protesta? ¿Cómo podrían representarse a través de la electroacústica?
Pienso por un momento en la producción tímbrica. ¿Qué timbres nos indican el camino hacia una protesta más allá de la palabra? ¿Cómo poner a la escucha en una acción de protesta? Una escucha que proteste y no más una protesta que se escuche. ¿Acaso propongo al silencio como protesta? No del todo. Requerimos de los sonidos, de los ruidos: ¿el llanto, el grito, los pasos? Usemos todo aquello que casi nadie desea escuchar, o algo que produzca en quien no protesta la oportunidad de unirse, aunque sea para pedir que se detenga la emisión de todos esos sonidos que no son amados, que hartan, que achatan.
Abre la pieza de Alvarado con un sonido que me remite a quienes afilan cuchillos en México. Risas, granulaciones, ruidos de interrupción de la señal. Un ruido que se convierte en una sirena. El discurso político más o menos distorsionado. La palabra de nuevo establece el contexto de un derramamiento de sangre. Pitch-shiftings que me hacen pensar en un corazón a punto de reventar: la tensión de una membrana. Disonancia y gotas de agua. Hacia el final: ¿las palabras de una poesía son aplastadas por el discurso político?
La palabra tortura, etimológicamente, refiere a torcer. Me pregunto por qué en la obra aquello que se tuerce, que se tortura, es precisamente al fragmento de una de las secciones del Canto general de Pablo Neruda —en específico, Alturas de Macchu Picchu, recitado por el poeta en 1947. ¿Por qué no mejor torturar —torcer— al discurso político de Pinochet del 11 de septiembre de 1973? ¿Por qué no destruirlo, llenarlo de ruidos atroces hasta que la escucha se aterrorice por las palabras de la violencia y la brutalidad? Hay que asesinar al discurso político maligno que habita tanto fuera como dentro de cada uno/a hasta que surjan los silencios que vislumbren esperanzas.
No obstante, quizá la obra opta por exponer al discurso militar como una denuncia, como una señalización para no olvidarlo. Es evidente que no es una exaltación del discurso autoritario, mas no dejo de pensar en cómo sería producir su destrucción, su desarticulación, burlarse de sus palabras, volverlo una ridiculez, silenciarlo, desaparecerlo: cualquier cosa que invitara a escucharlo de un modo distinto y no sólo como un ejercicio mnémico, sino hasta que la escucha produzca un atentado contra el discurso autoritario y violento.
El título de la obra indica la palabra terror. ¿Cuál es, en ella, el sonido del terror? Acaso el discurso de Pinochet, las disonancias, los sonidos de interrupciones. Sea como sea, terror refiere etimológicamente al temblor. ¿Qué aterroriza de la obra? Para mí, la forma en que el mismo Neruda recita su poema con el temblor-terror de su voz. También, la forma en que el compositor decide desarticular a la poesía y colocar al frente el discurso de Pinochet, quien con sus palabras ordena y se hace obedecer.
Escucha y obediencia es uno de los argumentos que defiende Pascal Quignard en El odio a la música. El discurso de los/as asesinos/as está lleno de órdenes, y toda orden es un asesinato de la libertad. Dice Quignard: «El fascismo está ligado al altavoz. Se multiplicó con ayuda de la <radiofonía>. Después fue relevado por la <televisión>.» (1996/1998: 137) Algo similar opina Murray Schafer en The Tuning of the World (1977/1994), de donde también Jacques Attali —en su obra Ruidos (1977/2011)— toma la frase de Hitler al señalar la imposibilidad de conquistar Alemania sin el uso del altoparlante. ¿Cuál es, entonces, la conquista que nos proponemos con la música electroacústica o la música experimental? ¿Qué tipo de obediencia exigimos o proponemos? Acaso habría que producir una obra cuyo sonido fuese tan intenso como para destruir los altoparlantes de quien se atreva a escucharla: un atentado al imperialismo de la escucha mediada por los dispositivos de amplificación sonora. ¿Es posible una obra que aterrorice de tal manera a los altoparlantes?
En Alturas de Macchu Picchu, enuncia Neruda:
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado,
contadme todo, cadena a cadena,
eslabón a eslabón, y paso a paso, [...]
y dejadme llorar, horas, días, años,
edades ciegas, siglos estelares.
Dadme el silencio, el agua, la esperanza. [...]
Hablad por mis palabras y mi sangre. (1950/1985: 36-37)
¿Será posible hablar por sus palabras y su sangre a través del llanto y del silencio? ¿Cómo librarse del terror que produce el discurso político a través de sus altoparlantes? Quignard propone algo menos destructivo al referirse a «desencantarse» de la obediencia producida por la escucha de la música: «Desencantar es dañar el mal. Es hacer que el espíritu salga. Encantarlo en otra parte, fijarlo en otra cosa.» (1996/1998: 139) Habrá que dañar a ese discurso maligno de quienes abusan del poder. No obstante, me pregunto en qué sonidos hallará refugio, encanto, o consuelo, aquel espíritu que ha de quedar a la intemperie después de haberse liberado.
Danzamos. Desaparecimos. Nos aterrorizamos. Ahora hay que encontrarnos. Candela nos invita a un encuentro a través de un paisaje sonoro que incluye al agua y al canto de los gallos. Emerge de éste una voz grabada que apela a una menor calidad de grabación: lo mnémico degradándose, ruidos sibilantes entretejidos a la producción de las palabras. Se incorporan las trutrucas con diversos tratamientos sonoros: cañas, tripas, cuernos, cuyas tímbricas se modificaron con diversos procesos digitales. Surge un prístino testimonio del pasado en torno a la violación de los derechos humanos, al trauma del que tanto gustan provocar los gobiernos autoritarios y violentos. Por momentos la voz desaparece sin perder su inteligibilidad —desconozco si debido a la reducción estéreo, o bien, por una intención del compositor— y las trutrucas toman un lugar más protagónico. El testimonio del tiempo presente, de menor calidad y degradado, pide que la memoria se vitalice. La obra finaliza con un drone: estiramiento de lo ancestral o de lo impune. ¿Hasta dónde podría estirarse un sonido sin quebrarlo? El mismo Candela afirma a su obra como una especie de sonata, debido quizá a la exposición de contrastes no sólo en los testimonios, sino también en sus cualidades texturales y en los ligeros tratamientos sonoros.
La obra estimula nuestra imaginación a partir del testimonio de un testigo, Leopoldo Muñoz, en torno a un secuestro e intento de homicidio en el espacio público —un parvulario, el gobierno violento y asqueroso no tiene límites ni vergüenza alguna— y su tratamiento por parte de la ley al minimizarlo. A diferencia del lugar de los hechos, que sin la intervención humana tienden a permanecer amnésicos, el cuerpo de Leopoldo Muñoz contiene inscripciones de la violencia. El trauma, etimológicamente herida, siempre deja un rastro en el cuerpo: pensamientos o imágenes intrusivas, cicatrices, pesadillas, tics, rigidez, alteraciones en la respiración o en la frecuencia cardiaca, flashbacks, entre otras. El trauma se almacena en los rincones de lo indecible, lo impronunciable. Se huye de todo contacto con el evento, ya sea real o imaginado, porque el cuerpo al recordarlo siente que todo ocurre de nuevo: evita todo contacto con ese espacio aterrador que se halla en algún espacio de la memoria. En el trauma el recuerdo implica, a nivel corporal, revivir lo ominoso.
Lo psi —psiquiatría, psicoanálisis, psicología— ha intentado sanar el trauma con esfuerzos más o menos plausibles, sin embargo, ha de declararse incompetente para por sí mismo comprender la interioridad humana, cuestión más poética y espiritual que científica. Lo psi no logra hallar el loto que podría dar alivio a quienes padecen lo traumático. ¿De qué va hablar de un loto? Lo hago con referencia al episodio aquél donde Odiseo conoce al pueblo lotófago:
Juntáronse con los lotófagos, que no tramaron ciertamente la perdición de nuestros amigos; pero les dieron a comer loto, y cuantos probaron este fruto, dulce como la miel, ya no querían llevar noticias ni volverse; antes deseaban permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria. Mas yo los llevé por fuerza a las cóncavas naves y, aunque lloraban, los arrastré e hice atar debajo de los bancos. (Homero citado en Wikisource, 2017)1
No obstante, comer un loto similar no sólo produciría consuelo a las personas traumatizadas, sino también el olvido de toda memoria, de todo proyecto. Por otro lado, uno de los tratamientos que ha gozado de la aceptación por parte de la comunidad psi es aquél donde el trauma ha de recapitularse, de alguna forma expresiva, junto con otra persona en espacios de confianza y aceptación incondicional. Con su obra, Candela se convierte en un escucha-testigo del testimonio de Muñoz a partir de la confianza —sin ésta jamás habríamos escuchado el testimonio bajo las formas de la distribución masiva. La voz de Muñoz posee un timbre que no se mueve, aunque hable acerca de lo violentos eventos que llevaron a la muerte de sus compañeros. Su voz es una suerte de Odiseo sonoro que baja de su nave para obligarnos a no comer más los lotos que sepulten las memorias de cuando hemos sido víctimas. Su nave —naus, noise— nos lleva a las atrocidades de una patria, así como hacia su producción de amnesia e injusticia.
Me surgen las preguntas: ¿son capaces la música electroacústica y la música experimental, a partir de la escucha, producir una experiencia más vivencial del testimonio de una víctima? ¿Cómo invitar a un encuentro de mayor intimidad y cercanía con esos testimonios, a una mayor empatía? Por otro lado, me cuestiono de qué va el uso de la música durante el testimonio: ¿es un efecto dramático, un elemento conceptual, una muestra de las potencialidades de los tratamientos sonoros digitales? ¿Será realmente necesario matizar con música al testimonio traumático?
Permítanme reflexionar sobre el instrumento musical que se eligió para acompañar al relato de Muñoz: la trutruca. Una caña revestida por la tripa de un animal vacuno. Ésta se seca hasta pegarse a la caña, y también usa un cuerno. Carne, hueso, y vegetación, configuran el instrumento musical que acompaña al testimonio. Escuchamos, casi todo el tiempo, los sonidos que emite un instrumento musical que está hecho con trozos de cadáveres. Resonancias de lo muerto, de aquello que también fue arrancando a otro ser viviente por la mano humana. Curiosamente, a Muñoz le dispararon en el estómago. ¿Podría tomarme la licencia de afirmar el uso de la trutruca como elemento simbólico del sonido de las vísceras desgarradas de Muñoz? Aunque mi idea suena excesiva, no quiero dejarla aparte, pues allí donde una boca viva sopla a una caña seca revestida de tripas muertas, hasta que un sonido salga de un cuerno, pareciera similar al acto brutal donde balean a Muñoz: vegetación, cadáveres animales, muestras digitales —cadáveres sonoros— y testimonios descuartizados, se entretejen para dar cuenta del llamado Caso Degollados.2 Sea en este punto, quizá, en donde el compositor manifiesta el encuentro entre la vida y la muerte al que alude el título de su obra.
Al respecto, es preciso recurrir de nuevo al refugio de la poesía. Dice Juan Manuel Roca:
Voy por la calle con mi maletín de antílope
Y mi billetera de becerro
Calzo zapatos de toro
Y llevo un blusón rojo teñido en achote.
Toda mi ropa fue lavada por un secreto río
Y jabones de rosa
En mis papeles rumora un viejo bosque,
Por momentos siento que
Se despereza la serpiente del cinturón.
Hay vestigios de clorofila en mis dientes.
Escribo con carboncillos de sauce.
Me pregunto qué trozo soy del paisaje. (citado en Ronderos, 2013: 61)
¿Acaso somos pieles que durante años a la intemperie terminan por secarse hasta los huesos? ¿Somos cámaras resonantes, trutrucas de carne y hueso frescos, a las que la constante exhalación de la Naturaleza dota con variados timbres? Me pregunto entonces por qué el testimonio ha de ocupar el centro del campo sonoro y permanecer la mayor parte del tiempo inmóvil durante la obra. ¿Por qué la voz no es tratada como un trozo más del paisaje de sonidos que se mezclaron en la obra? ¿De qué clase de privilegios goza la voz como para casi no filtrarse digitalmente, no distorsionarla, no alterar su contenido en frecuencias de formas drásticas o no moverla en su ubicación en los altoparlantes? ¿Qué obliga a respetar tanto a la voz como para no llevarla, precisamente, a un encuentro entre la vida y la muerte a través de los tratamientos sonoros? Es más, ¿por qué no es el testimonio en sí mismo el único material a partir del cual emerge todo otro conjunto de sonoridades posibles?
Para cerrar, he de aceptar que no soy capaz de dar cuenta sobre la composición del drone final: quizá sea la trutruca bajo tratamientos de waveshaping o stretching, o bien, una guitarra eléctrica con tratamientos similares, o incluso el testimonio. No puedo colegirlo. ¿Cuál es el objetivo de esa música final? ¿Acaso calmarnos después de las atrocidades escuchadas? ¿Sepultar lo que acabamos de escuchar? ¿Acaso busca la exaltación del testimonio? ¿Por qué no dejarnos bajo el peso inquietante de las palabras al desnudo? ¿Qué sucedería al dejarnos al contacto boca-micrófono-bocina-oídos, al dejarnos tocados —en tanto referimos a la escucha como tacto a distancia (Schafer, 1977/1994)— por el evento que vivió Muñoz? Pienso en una enunciación de Pascal Quignard:
Nada de música antes, durante, después de la incineración. [...]
Si entre los asistentes alguno empieza a llorar o llega a sonarse, todos sentirán desazón y la desazón será́ más grande por no estar disfrazada por la música. [...] Ningún canto se elevará. Ninguna palabra será́ pronunciada. Nada de reproducción electrónica de lo que sea o de quien sea. [...]
Se me habrá dicho adiós si se ha callado. (1996/1998: 77)
El punto, los paréntesis, los dos puntos, las comillas: conjunto de silencios que a las palabras regalan ritmo y expresividad. Quise «nombrar» este apartado sin emplear números o palabras para dar cuenta, de cierto modo, sobre la falta que me recorre para expresar mi rabia mediante tales mecanismos que imponen orden y sentido. ¿Posee la violencia algún orden y sentido? ¿Cuál es el orden y sentido del abuso producido por los gobiernos autoritarios sobre quienes albergan la esperanza en mundos menos atroces?
Durante este escrito me he puesto en contra de la voz como única forma de participación política. Articulé también una propuesta de torturar-retorcer al discurso político como símbolo de asesinar a lo que de éste nos habita. Por último, invité a tratar al testimonio en tanto un material sonoro más, y así retirarle los privilegios como sonido principal e incólume de una obra. Igualmente, aludí a la desaparición de la música hasta quedar frente a frente —oreja a oreja— con la experiencia de las atrocidades cometidas por la humanidad contra la humanidad.
He usado tantas palabras para criticar a las palabras que me recorre una sensación incómoda. De ahí que esta última sección la use para compartir algunas de mis obras en donde he intentado poner en marcha las ideas expuestas. No recuerdo dónde leí o escuché que una buena forma de realizar una crítica artística es responder con una obra. Por el momento no importa esta amnesia que no logro resolver. No hablaré sobre mis obras de forma extensa, sino tan solo señalando qué punto tocan de lo que propuse durante este escrito.
a) Uso de otras fuentes sonoras como participación política: Quebranto (2016), 4'33" por Ayotzi [Del lugar que tanto amó] (2016), Colibrí adiós (2105), XV (2014).
b) Torturar-retorcer el discurso político: Los farsantes [con Javier Gómez] (2014), PaDonna (2013), Inimaa Kjixioo (2011).
c) Retirar privilegios a la voz/ testimonio: Archivo de recuerdos náufragos [con María José Alós] (2014), Versus Pro [con Ornella Delfino y María José Alós] (2014), Never-to-be-forgotten [Ulular Mambo Remix] (2013), Violet (2010).3
Ante tales obras yo sólo puedo pedir que también se les realice una crítica o una revisión a partir de su escucha. Cada una representa todas las lágrimas que no he llorado ante la contemplación de este mundo saturado de brutalidades, o bien, hacia los recuerdos que no habitan mi memoria. Sería preciso saber si expresan o articulan aquello que proclaman, o bien, que sólo sirvan como exploraciones que invitan a mejorarse o remezclarse.
¿A dónde llevaremos el desasosiego y desencanto que se produce al escuchar los padecimientos humanos? ¿Podrá algún sonido, alguna música, una canción, los ruidos, indicarnos un camino hacia el alivio de los corazones aniquilados por el autoritarismo?
Sólo resta despedirme, y lo haré con otro fragmento de Guadalupe Galván:
Las canciones se transforman.
La música nos encera los ojos
da forma al caracol de los oídos.
Todos los días.
La música es el volcán
y las cenizas. (2012: 102)
1) Esta referencia la obtuve gracias a mi participación como becario de la VI Academia Internacional de Artes Vivas EXPERIMENTA/Sur (Mapa Teatro + Goethe Institut + SIEMENS | Stiftung), desarrollada en Bogotá del 27 de marzo al 2 de abril de 2017 y cuyo tema fue, precisamente, «Mnemofilia y Lotofagia: consumo de memoria y pulsión de olvido». Web: www.experimentasur.com
2) Al escribir este texto, leí con tristeza que el coronel condenado por el «Caso Degollados» obtuvo su libertad a finales del año 2016. Es así como el gobierno violento reafirma su posición como productor de terror a las víctimas: un abuso para sumergirlas en el desconsuelo infinito. Notas consultadas: a) Caso degollados: Suprema confirma libertad condicional a coronel que encabezó el operativo: www.t13.cl/noticia..., b) Corte Suprema confirma libertad condicional a condenado por Caso Degollados: www.latercera.com/noticia...
3) Disponibles en: neuralxolotl.wordpress.com.
Attali, J. (1977/2011). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música. Siglo XXI: México.
Galván, G. (2012). Sólo la música. Literal: México.
Neruda, P. (1950/1985). Alturas de Macchu Picchu. En Neruda, P. (1950/1985). Canto general. Orbis: Barcelona.
Pizarnik, A. (1972/2002). En esta noche, en este mundo. En Pizarnik, A. (2000/2002). Poesía (1955-1972). Lumen: Barcelona.
Quignard, P. (1996/1998). El odio a la música. Diez pequeños tratados. Andrés Bello: Santiago de Chile.
Ronderos, M. E. (2013). Crear entreslasartes: una pedagogía participativa. En IDARTES. (2013). Segundo encuentro de investigaciones emergentes: Creación, pedagogía y contexto. La silueta ediciones: Bogotá.
Schafer, M. R. (1977/1994). The Soundscape. Our Sonic Environment and the Tuning of the World. Destiny Books: Vermont.
Odisea: Canto IX. (n. d.). En Wikisource. Revisado abril 17, 2017, desde es.wikisource.org/wiki/Odisea:_Canto_IX
Fabián Avila Elizalde «Neural Xólotl» (México, 1980) es artista, docente e investigador sobre las artes de la escucha. Obtuvo mención honorífica por la UNAM en la Maestría en Música, Tecnología musical y en la Licenciatura en Psicología. Estudió bajo eléctrico y teoría del jazz con Aarón Cruz. Es autodidacta de la música electrónica. Su obra artística y académica se ha presentado internacionalmente. Obtuvo el premio del jurado en la Sonic Explorations of a Rural Archive. Electroacoustic Music and Sound Art Competition (Binaural Nodar), primer Lugar en el IV Concurso Nacional de Videoarte Universitario (MUAC), junto a Javier Gómez, y cuarto en el Concurso Música y Diseño 2013 (Circo Volador). neuralxolotl.wordpress.com